Por: Eduardo Soler.
De repente, me despierto. Las pocas neuronas que me funcionan por la mañana empiezan a identificar estímulos; ya es de día, miro el despertador, las 6.05, la leche, como no hay persianas me he despertado con el amanecer. Empiezo a ser consciente de que es mi primer día en Bogotá, repaso visualmente la infecta habitación que tengo en una pensión de la Candelaria. Ayer no la había podido apreciar bien en toda su cutrez porque llegué de noche. Me desperezo, y pienso en volver a dormirme. Lo consigo durante un rato, pero medio dormido medio en sueños, me parece oír un canto, un canto de ave que no conozco, un chip chip chip, como un chasquido. Noto como el espíritu maligno se empieza a apoderar de mí, a poseerme, el alma de ornitólogo desaforado. ¡Vade retro, Satanás, abandona este cuerpo! Pero no, no, no… cojo los prismáticos mientras me quito las legañas y miro por la ventana, y me sobresalto, un colibrí, verde, con pico casi recto, tonalidades azules en los flancos de la cabeza, tonos metálicos azules y violetas. Mi primer bimbo del viaje, miro la guía Birds of Northern South America, y rápidamente lo identifico, Colibrí coruscans. Un macho que defiende la rama de un árbol dentro de un patio, y que de vez en cuando asciende exhibiendo sus colores y desplegando su plumaje, para volver al mismo lugar.
Ya no hay vuelta atrás. Hoy no tengo reuniones de trabajo, y quería descansar, darme una vuelta por la ciudad, comer bien y dormir la siesta. Pero no va a ser así; voy a pajarear, no puedo evitarlo. El colibrí me ha provocado, ha despertado mi viciosa y enferma mente de birdwatcher. Y mi lista de aves del mundo, en un primer día en Colombia, puede subir unas cuantas decenas de especies nuevas.
Una electricidad recorre mi cuerpo, me pongo en marcha rápidamente. Me visto con lo primero que encuentro, me pongo las botas, compruebo el estado de la batería de las cámaras, meto los prismáticos y la guía en la mochila, coño cómo pesa, y enciendo el ordenador. Consulto la guía en pdf “Where to watch birds in Colombia” y busco Bogotá. Hay diversas opciones; la primera y más fácil el Jardín Botánico Celestino Mutis, pero me parece que está tan en la ciudad que cualquier otra tarde o mañana podrá ser un destino de dos horitas. Miro las zonas húmedas. Me llama la atención el nombre de la “Conejera”, y me sonrío, mente calenturienta.
Cómo llegar, habla de transmilenios, transbordos, veo que está lejos del centro, en un lugar llamado Suba. Buff, qué pereza ahora en el primer día coger el transporte público que no conozco. Me han hablado del precio económico de los taxis, bien, cogeremos un taxi. Bajo y en la esquina encuentro un garito donde compro un café tinto y una empanada de pollo, me comería 24, pero debe ser la ansiedad del birdwatcher antes de la batalla.
Enseguida pasa un taxi. Me monto y le digo, humedal la Conejera, Suba. El hombre me mira circunspecto, se queda en silencio, y me dice, ¿a Suba? Le digo sí, y el hombre dice que será una carrera muy larga, que si quiero ir por la avenida no sé qué, la calle no sé cuantos o la carrera no sé quintos. Le digo que lo que él considere conveniente, me explica algo de un trancón e iniciamos la odisea.
Es un hombre callado, yo tampoco tengo en esos momentos ganas de hablar. Empezamos a discurrir por la estructura cuadriculada de calles y me sorprende rápidamente la visión de los cerros que flanquean la ciudad por oriente. Distingo bosques de eucaliptus y pinos, pero también formaciones de bosque que parecen autóctonas. Seguro que allí hay buenas zonas para pajarear. Allí debe estar Monserrate, del cual me han hablado tanto. Ya me enfrentaré a los cerros otros días.
El viaje transcurre y veo como el taxímetro sube y sube. No hay tanto tráfico, y además el taxista es un crack cambiando de carril, cogiendo calles a contravía y dejando espacios milimétricos entre las carrocerías. Nos acercamos a unas colinas, allí detrás está Suba, me dice el hombre. La carretera pasa entre una zona de bosque enano, y veo centelleante pasar un pájaro rojo, que no puedo identificar. Ya te pillaré más tarde, cabronazo.
Al cambiar de vertiente, un paisaje más rural. De repente le grito al hombre, pare, pare, joder, pare. Frenazo y sin mediar palabra bajo del taxi. Allí está, a veinte metros, un Elanus leucurus, cerniéndose precioso. Segundo bimbo. El taxista me mira con cara desquiciada, qué hace, hombre, casi nos estrellamos. Mientras saco la cámara con el tele, le pido excusas y metralleo al elanio, ratatatatata.
El taxista empieza a pensar que estoy loco, pues entro con cara satisfecha, y le digo, siga, siga. Entramos en Suba, y me dice bueno, doctor, ahora me indicará donde está el humedal. ¿lo he entendido bien? No tiene ni idea. Bien, preguntemos.
Un cuarto de hora después, habiendo preguntado a más de 20 personas, cambiado de dirección cuarenta veces, caído en diversos baches, acabamos en una esquina de una bocacalle al fondo de la cual se ve una valla y arbolado. Sí, ahí hay unos carteles, parece que es la entrada del humedal. Saco tropecientos mil pesos para el hombre, que creo que está contento de deshacerse de mí, y cierro la puerta. Qué duro cerró, hombre, me espeta el taxista. ¡Tendrá cojones, que conducía como un loco y se queja de que cerré muy fuerte la puerta!
Bien, entro en el espacio, un guarda aletargado a duras penas levanta el párpado para mirarme. Respiro hondo, me concentro, empieza el espectáculo. Hay un camino que sigue el flanco del humedal. Atento, acaricio los prismáticos, ya que distingo a simple vista diversas aves en la lámina de agua.
Tócate los huevos, Fulica americana columbiana, toma castaña, Nomonyx dominicus, teta de la buena, Phimosus infuscatus… Gallinula chloropus (este bicho está tocando la pera en todo el mundo), una hembra de pato que por un momento quiero, deseo, espero identificar como Anas andium, pero no, es una hembra de Anas discors, Podilymbus podiceps, Porhyrio martinica… La lista de aves acuáticas va subiendo sólo desde el primer punto de observación.
Un ave peculiar, negra, con la cabeza amarilla, me sorprende subiendo por los juncos enfrente. Releche, una monjita, Chrysomus icterocephalus. Me deleito durante un buen rato mirando los esfuerzos de un macho por defender su mata de juncos y por atraer a las hembras, aunque el vuelo de pájaros aquí y allá desvía continuamente mi mirada. Empiezo a estresarme, y hago los ejercicios de concentración tanta veces ensayados en tantos lugares de todos los rincones del mundo. Eduardo, calma, tienes todo el día, tranquilo verás más, identificarás mejor, disfrutarás. Domina tu espíritu maligno, racionaliza, exorcízate, respira.
Me dejo sumergir en los sonidos, en las sensaciones. El rumor del viento en las hojas de los árboles, la tranquilidad, un viento fresco seguido de una sensación de quemazón en la cara causada por el sol tropical, cantos de fochas y de gallinetas, aleteos y murmullos, colores cambiantes del cielo mientras crecen nubes de tormenta.
Paseo tranquilo, pasa el tiempo, formo parte del humedal. No encuentro a nadie. Y disfruto cada momento. Dejo de mirar la guía, dejo de anotar las especies. Ya lo haré en la pensión (si no se comen los chinches). Es el momento de observar, mirar, guardar las imágenes en la retina y en la cámara. Me sumo en un estado contemplativo, el de los mejores momentos, el de las experiencias en la naturaleza, quien me lo iba a decir, en este pequeño humedal casi devorado por la urbe.
Pasa el tiempo, noto que el sol baja. ¿Narices, hasta cuándo estará abierta la puerta del humedal? La verdad, no lo he mirado. Bueno, lo normal, a las cuatro o a las cinco. Hay tiempo para una vuelta más. Ahora me fijo en los residuos, en la calidad del agua en algunas zonas, en la cantidad de árboles exóticos, en los problemas… el atardecer, como siempre, trae la nostalgia… También aquí, en el otro lado del mundo, la naturaleza sufre.
Cavilando sobre la mala fortuna de tantos humedales que he conocido, acabo no sé cómo en la puerta. Me cagüen… ¡Está cerrada! No me lo puedo creer. Edu, sólo a ti te podía ocurrir de quedarte encerrado en un humedal en tu primer día en Bogotá. Miro arriba y abajo, sigo la valla, pego unos gritos. No hay nadie. Una mujer mayor que pasa por fuera de la valla me mira como supongo que se mira a los monos en sus jaulas en el zoo. Me siento tan ridículo que no le pido ayuda.
Hay varios árboles que crecen en la parte de dentro de la valla y cuyas copas se proyectan hacia la calle. Esa será mi salida. Escojo el que parece más recio, y superando mi limitada agilidad, trepo por una rama y salto al otro lado.
Vuelvo a estar en la ciudad. Enseguida mi estómago me recuerda que no he comido nada en todo el día. Compro unas bananas en una tienda, como en tantas otras jornadas de pajareo. Busco un taxi. Aparece pronto uno que lleva un tío joven: al centro, a la Candelaria. Levanta una ceja y me mira, señor, va a haber mucho trancón, va a ser mucha plata. Que así sea, pues. Mi primer día en Bogotá me ha dado mucho que pensar. Sobre el potencial de los humedales como espacios verdes y de recreación para los ciudadanos. Sobre sus problemas. Sobre el hecho de que no encontrase a nadie, que tan poca gente en Suba nos supiera indicar dónde estaba la Conejera. Sobre lo fácil que sería articular una oferta de turismo ornitológico en esta ciudad. Sobre las muchas otras cosas que podría pensar si la música de ballenato del taxista no estuviera tan fuerte, coño. Un gran día en la ciudad. El primero de muchos, espero.
Fotos y texto: Eduardo Soler
Muy bueno su escrito y ni se imagina la cantidad de lugares, flora, fauna, cultura en Bogotá y en Colombia que le falta por conocer.
Interesante como os peninsulares siguen siendo maravillados por la perfección del trópico incluso 500 años después de tan fatídica llegada, espero que su deuda con nuestros pueblos sean sanadas por sus ciudadanos ya que sus reinos y gobiernos no lo han querido reconocer, un aplauso para nuestro hermoso territorio y la vivencia del hermano español, sin embargo otro pudo haber sido el destino, si hubiese existido respeto.