Por: Oscar Daniel Perez.
Aquel día me levante muy temprano para el colegio, sin saber que ese día mis ojos experimentarían la transformación de colores que mi mente gritaba, ignorando la inmensidad y complejidad de la vida hecha tierra. Luego de quince minutos yo y mis compañeros de lucha de diversas imágenes inanimadas, de pensamientos que el viento nos compartía y luchadores del día a día de una sociedad que no se comprendía. Llegamos a un mundo diferente un mundo donde se construían nuevos mundos donde los colores emergían del sonido de aves, del caminar de curies y del sonido de centenares de insectos observándonos.
Nosotros nos sentíamos en otro mundo, por un instante nos salíamos de la realidad del hambre, de las tareas, de los regaños y de los juegos con botellas hechas Ferraris. Este sitio si duda alguna era un mundo muy cercano al que compartíamos con Morfeo todas las noches. Sin embargo no comprendíamos que en ese mundo se sentía una guerra, una guerra de palabras y hechos, una guerra de lo cotidiano contra lo utópico. Una guerra en la que eran participes nuestros vecinos mayores, aquellos y aquellas que veíamos cotidianamente como personas que nos miraban extrañamente, eran ellos y ellas quienes luchaban con valor esa guerra, donde la violencia de los pillos quería invadir y destruir ese lugar diferente y mágico para los niños y mayores del barrio.
Es una lucha con esperanza donde las volquetas llenas de escombros de satisfacción humana y donde esos pillos con mentiras para los sin tierra diariamente se asomaban sin miedo, pero ignorando por completo que aquella esperanza descendiera de un sin número de personas amantes de su territorio, quienes estarían dispuestos a entregar su vida por la protección de dicho lugar, gritando, peleando, luchando, enseñando, hablando, boicoteando y hasta llorando. Pero empoderados desde la utopía del territorio lo lograron.
Hoy comprendo que sin duda ese instante de mundo diferente que percibieron mis sentidos, la Chupkua Humedal La Conejera puede ser posible, un mundo donde las utopías por la conservación de nuestro territorio está lleno de esperanza, un mundo que puede transformar el mundo real de crueldad en un mundo de sentidos, y sé que puede ser un mundo donde se teja lazos de lucha con los otros. Y ahora más que nunca comprendo esas miradas extrañas de mis vecinos mayores, eran las miradas del legado de lucha por el territorio, el cual cada día es más agobiado por lo individual y retórico de lo cotidiano.