En memoria al árbol caído.
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Por: Javier Leonardo Ramirez.

Dicen las estadísticas que en Bogotá hay más de 15 mil árboles por cada 100 mil habitantes [1].

Más allá de estos datos poco se valoran sus servicios ambientales. A los árboles los discriminan y recriminan por su tamaño, país de procedencia, tiempo de crecimiento, tamaño de la copa y apariencia. Hay profesionales que miran con recelo los árboles que no son originarios del país y enfatizan sus efectos nocivos. Los llaman exóticos, plagas, foráneos o introducidos. Algunos paisajistas, en cambio, devalúan las especies nativas por su apariencia o por su lento crecimiento. Otros evitan especies de porte alto o cuyas hojas pernees «ensucian» las aceras. Los talan por deteriorar las casas y vías, por ser un peligro para la actividades humanas o porque ya están muertos.

Pocos realmente valoran y dimensionan los servicios ambientales de cada árbol. Pero para la fauna que los habita y se alimenta de ellos, no hay ambigüedades. Suelen adaptarse muy bien. Y es que la naturaleza desafía los estereotipos. Pues bien, esta es la historia.

Cerca al humedal Tibabuyes, hubo hasta hace no mucho, un árbol. Rústico, seco, muerto y común para la mayoría de humanos. Pero muy especial para la fauna. Era el predilecto de al menos una docena de sirirí norteño (Tyrannus tyrannus) y tijeretas (Tyrannus savana) que se posaban en él cada temporada migratoria.

Estas aves de la familia Tyrannidae provenientes del norte del continente migran al sur huyendo del invierno. Escogieron ese árbol en particular como hogar de paso para deleite de quienes vemos los detalles y nos extasiamos con la naturaleza.

Ese árbol, una vieja, gris y seca acacia (Acacia melanoxylon), especie introducida en la ciudad, originaria de Australia y en apariencia muerto, aunque firme, se llenaba de estas blancas aves. Las tijeretas danzaban exhibiendo sus largas colas en ‘V’, como una tijera, de allí su nombre común, rasgo que las distinguen de los sirirí norteños o migrantes.

Ellas suelen preferir las ramas secas para posarse, se alzan al vuelo para cazar insectos y retornan al mismo lugar, un rasgo común en esta familia.

No hace mucho el árbol fue talado. Este espectáculo que ocurría en un parque de Ciudadela Colsubsidio cerca al humedal es ahora ajeno. De seguro algún concepto técnico de la autoridad competente evaluó, o más bien, devaluó el árbol, autorizando su tala. Paradógicamente, tuve que esperar varios meses y debí interponer varios recursos para que el Distrito talara varias ramas de árboles desplomados en espacio público. En cambio la sentencia que taló la seca acacia fue fulminante.

Antes

 

Después

 

Contrario a lo que se creería, el árbol prestaba valiosos servicios ambientales a la ciudad. Estas consideraciones se debieron hacer antes de autorizar su tala. Pero, ¿un Estado cautivo de la inacción burocrática será capaz de considerar y responder a estas minucias? Difícilmente, Pero aquella acacia, foránea, introducida, dirán unos, muerta e inerte, los otros, nos deja una lección. Fue capaz de prestar servicios ecosistémicos y fue refugio de vida aún después de cumplir su ciclo natural. No en vano bien se dice que los árboles mueren de pie.

[1] Observatorio Ambiental de Bogotá. Secretaría Distrital de Ambiente.

Autor: Javier Leonardo Ramirez, twitter: @JaLeoRC

 

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