Por: Germán Andrés Quimbayo Ruiz
Cotidianamente vemos a la urbanización y a su epítome, la ciudad, como símbolos de cierto fracaso de la humanidad. Constante e inconscientemente reiteramos una falsa división entre “lo natural” y lo “construido” por la sociedad en el espacio, sin darnos cuenta de que son dos dimensiones indivisibles en la realidad del territorio. Sin duda, los procesos de urbanización no solo en Colombia, sino a nivel global, tienen profundas implicaciones en el entorno y en lo que conocemos como biodiversidad, sin mencionar los negativos efectos sociales que ha tenido el modelo desigual de la urbanización y su desarrollo.
Sin embargo, recientemente se ha venido planteado que la urbanización es una manifestación más de la naturaleza y de su transformación, que no es “pura” sino transformada e híbrida, cargada de todas nuestras historias de vida, creencias y atribuciones culturales, espirituales y emotivas, todas ellas válidas pero mediadas entre sí por conflictos de poder. Las especies de fauna y de flora, y en general, esa dimensión no humana de la realidad se encuentra en medio de todo eso, vinculada a su vez a la manera en cómo cada individuo o colectivo social establece su relación con el entorno. Claro, esto tiene una profunda implicación material que no es más que el paisaje, el ave o la planta que vemos en cualquier humedal (1).
El caso de la resistencia hecha por el Campamento de La Conejera frente a los intereses y decisiones en torno al desarrollo del proyecto Reserva Fontanar, conflicto que finalmente desató una desafortunada muestra de abuso de autoridad, agresión y violencia, me ha dado pie para plantear una reflexión en torno al siguiente interrogante: ¿Qué tipo de naturaleza anhelamos tener en la ciudad? En el caso referido no profundizaré demasiado, ya que se ha contado suficiente de lo sucedido, pero sí señalaré algunos elementos en juego para este conflicto que permitan resolver, en parte, ese interrogante.
Sin desconocer el arrojo y determinación (a propósito, uno esperaría algo similar de parte de ciertas autoridades en el tema) de ese grupo de personas que se atrevieron a ponerle freno a un cuestionado desarrollo urbanístico (no solo por su evidente invasión a una ronda hidráulica sino por sus implicaciones de legitimidad y conflicto de intereses), la naturaleza a “defender” no propiamente es una entidad “pura” y acorralada por la ciudad. No con eso desestimo el valor de esa naturaleza y los beneficios que presta para todos nosotros, pero La Conejera y su biodiversidad, así como sucede con otros humedales urbanos, son producto mismo de la historia de la ciudad (con lo malo y también lo bueno que cabe ahí) y de cómo ésta se ha conjugado con la ecología local. Es una naturaleza construida, no dada, pero no por ello menos valiosa.
Por el otro lado se encuentran quienes han intentado defender, “bajo el amparo legal e institucional”, el desarrollo urbanístico de la Reserva Fontanar. Incluso, se encuentran también posturas que plantean que el conflicto fue como una especie de “mal menor”, si se compara con la situación general de los ecosistemas de humedal de la Sabana de Bogotá. A pesar de su validez, éste último argumento quizá pueda ser problemático para el caso de La Conejera, ya que no es suficiente razón para subestimar lo que representa este espacio en términos sociales como símbolo de la historia de defensa y apropiación social de los ecosistemas de humedal de la ciudad y su región.
A pesar de todo, e incluso del desalojo del campamento, los efectos de la resistencia social y la solidaridad de muchas personas y algunas instituciones, han rendido sus frutos: la obra se ha atrasado y se han establecido medidas cautelares por parte de los tribunales de justicia. A su vez, la Fiscalía General de la Nación ha pronunciado que el desarrollo del proyecto urbanístico generó “graves impactos ambientales”, que valdría la pena conocer con mucho mayor detalle el estudio en el que se basó ese dictamen.
Con lo anterior en mente, sin embargo, considero que la visión que usualmente se maneja desde el ambientalismo y activismo social sobre la naturaleza, es algo problemática frente a lo que representa la apropiación de los humedales de Bogotá. El discurso puede caer en una especie de “cantaleta” animista o de letanía, que pese a legítima, es imprecisa y genera resistencia para el resto de ciudadanos que no necesariamente son “ambientalistas” o se quieran afiliar a la corriente Pacha Mama, pero que sí podrían sumarse a la causa de apropiación de los humedales como espacios de goce y conocimiento. De igual manera, esto da pie para que esa otra dicotomía de “ambiente y desarrollo”, sea bastante útil para legitimar a quienes tengan intereses particulares como ha sucedido históricamente con los sectores inmobiliarios y de la construcción en Bogotá. De estas discusiones no deben sustraerse las autoridades competentes de gobierno, quienes aún se encuentran muy limitadas técnica, legal y políticamente para hacerle frente a dichos intereses.
Para desarmar entonces dichas dicotomías, entremos sobre el concepto de “naturaleza”, que de entrada es uno de los más controversiales para definir y establecer. Nada más subjetivo que la valoración que cada persona o sujeto le atribuya a la naturaleza (o biodiversidad) presente en el paisaje: el biólogo ve una cosa; el activista ve una más o menos similar; la autoridades competentes ven lo que les conviene; el político ve otra diferente; el constructor ve un desarrollo urbanístico; el vecino del barrio cerca del humedal, ni le interesa; y así podríamos ir deshilando y es claro también para el caso que nos concierne en La Conejera.
Ojo, no hay que confundir peras con manzanas y usar este tipo de argumentos para justificar decisiones y procedimientos ilegítimos o desleales. Pero el asunto empieza a ser realmente problemático, cuando alguna de esas visiones empieza a dominar o afectar a otras y que a su vez, efectivamente tengan un impacto negativo en el entorno y en la salud de un ecosistema, algo que de hecho falta aún establecer con mayor rigor para el caso que nos suscita.
Tuve la oportunidad de visitar el campamento que hizo el plantón en contra del proyecto de Fontanar a las afueras de La Conejera antes del desalojo. El grupo de manifestantes me comentaban que sentían mucha más solidaridad de personas provenientes de muchos lugares lejanos de la ciudad o “externos”. Poco o nada recibían apoyo de parte de los habitantes del barrio aledaño, incluso en algunos casos recibían muestras de desprecio. Es ahí en donde pregunto de nuevo: ¿Qué tipo de naturaleza anhelamos tener en la ciudad?.
El caso de La Conejera y la Reserva Fontanar, sin duda sienta un precedente en la historia del proceso de apropiación social de los humedales urbanos en Bogotá. Incluso, me atrevería a decir que es un hito solo comparable a las movilizaciones sociales para visibilizar las antiguas “chucuas” como humedales, hace más de 20 años, y tendrá implicaciones sociales, políticas y quizá legales no solo para este caso, sino para la acción en otros espacios menos conocidos e incluso con conflictividades territoriales mucho más fuertes que los que existen en La Conejera. Algo que no se ha dicho es que para bien o para mal, lo sucedido ha sido especialmente visible y aprovechado por muchos sectores, debido a los intereses que tiene la familia de la esposa del actual alcalde de Bogotá en el mencionado proyecto urbanístico. Quizá sin este ingrediente, la historia hubiese sido muy diferente. Lo que si no cabe en la cabeza, fue la muestra de abuso de autoridad y violencia suscitados para este caso, los cuales sí deben seguir generando un profundo rechazo.
En suma, no necesitamos de apelar a esencialismos en torno a la naturaleza que profundicen obsoletas divisiones entre la naturaleza y nosotros, que de paso den pie a resistencias infértiles por parte de intereses particulares. Ese tipo de naturaleza que tenemos en la ciudad, simplemente puede ser la base para que establezcamos una ecología de la reconciliación que permita reconocer al otro, pensar en que es posible un entorno más amable, más justo y por lo menos, más cercano a nuestra propia vivencia en la ciudad. Que el paisaje que se ha podido construir y defender colectivamente, nos permita encontrar esa reconciliación por nosotros mismos.
Sobre el autor: Ecólogo de la Pontificia Universidad Javeriana (sede Bogotá) y magíster en Geografía de la Universidad de los Andes, Colombia. Es investigador independiente. Ha trabajado con instituciones como la Secretaría Distrital de Ambiente de Bogotá y en el Instituto Alexander von Humboldt. Asimismo, ha sido colaborador de la Fundación Humedales Bogotá desde el año 2011. Le interesan los asuntos de ordenamiento territorial, participación social y comunitaria en temas ambientales, con especial énfasis en ecosistemas y paisajes urbanos.
Referencias:
(1) A esto es que se refieren autores de geografía crítica, principalmente Nick Heynen, Erik Swyngedouw y Maria Kaika, entre otros más, como Ecología Política Urbana (EPU). Esta vertiente entiende a la urbanización como una transformación más de la naturaleza, ya que es un fenómeno social y ecológico. Además, más que buscar comprender los aspectos relacionados al rol de la biodiversidad al interior de la ciudad, permite analizar la urbanización de la naturaleza y las relaciones sociales, políticas y ecológicas que se establecen en su desarrollo.